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    Las lecciones de Elizabeth

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    Las lecciones de Elizabeth

    Enseñar no era su verdadera vocación, por eso después de maestra se hizo enfermera, aprovechando las posibilidades que le ofreció un curso emergente, y cumplió su anhelo de contribuir a salvar vidas.

     

     Pero Elizabeth Díaz Martínez, con 18 años al servicio de la Salud Pública, la mayoría transcurridos en el Hospital General Docente Roberto Rodríguez Fernández, del municipio de Morón; no ha dejado de dar lecciones, porque su desempeño constituye una guía y referente.

    Su dedicación, paciencia y sensibilidad, sorprenden, al punto que un doble turno de trabajo en la Sala de Agudos, ahora destinada a pacientes confirmados con la COVID-19, no disminuye su ritmo, la precisión en los horarios de aplicar los fármacos, ni el empeño por aliviar el dolor que producen las inyecciones en vena.

    Desde mi cama la observé muchas veces mientras inoculaba el Rocephin a Marilín (la paciente de al lado) y, mientras el antibiótico corría por el torrente sanguíneo y la joven parecía no soportar el contenido del bulbo número 16, Elizabeth, con su otra mano, acariciaba la parte superior del brazo de la enferma, en un intento por calmar la agonía. Parecía sentir el dolor ajeno y, a ratos, también, trataba de calmarlo con las palabras.

     

    Las lecciones de Elizabeth

     

    Un buen enfermero ―me dice― debe regirse por principios como el humanismo y la responsabilidad ante el trabajo, para cumplir con todo lo relacionado con la atención a los pacientes. Ella sobrepasa esos límites, es capaz de influir sobre la psiquis de los pacientes que sufren depresión y, en el peor de los casos, hasta de compartir las lágrimas con los familiares de fallecidos.

    Hace más de un año permanece allí, en la Zona Roja, devolviendo la esperanza a quienes la creen perdida, compartiendo las alegrías y tristezas provocadas por un virus que, en no pocas ocasiones, arranca la vida y deja un vacío en múltiples espacios. El ambiente es muy tenso, muchas veces ha pensado tomarse un descanso y no volver, pero su conciencia y el llamado de la familia no le permiten apartarse.

     “Mi esposo y mis hijos me dicen que soy buena enfermera y aquí me necesitan, que piense en que pueden ser ellos quienes permanecen sobre esas camas, esperando que alguien los salve”.

     Entonces, descubro que el mérito no es solo suyo y confirmo que en esta batalla todo el mundo cuenta. Elizabeth sigue allí, sobreponiéndose al cansancio provocado por más de un año de enfrentamiento a una pandemia que parece no tener fin, aprovechando la oportunidad para desarrollar sus habilidades como enfermera, sanando con medicamentos, gestos y palabras, devolviendo el optimismo y las energías, inspirando seguridad y confianza. Así, tal vez sin saberlo, ha dejado una huella indeleble en los afortunados que hemos permanecido bajo sus cuidados.

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