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    Invasor en el tiempo (Parte 6)

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    PeriódicoMientras se acerca la fecha del 41 aniversario de la fundación de INVASOR —el venidero 26 de julio—, continuamos publicando la serie de crónicas que, en 1994, vieron la luz en este órgano de prensa y que reflejan aspectos significativos de su fundación y desarrollo.

    Mientras se acerca la fecha del 41 aniversario de la fundación de INVASOR —el venidero 26 de julio—, continuamos publicando la serie de crónicas que, en 1994, vieron la luz en este órgano de prensa y que reflejan aspectos significativos de su fundación y desarrollo.

    ¡Qué maquinita aquella! *

    El primer equipo de impresión con que contó INVASOR fue una rotoplana. Para los que se iniciaban en estas lides, el prehistórico aparato era algo extraordinario. Hasta brillo le sacaban.

    La última patente databa de 1906. Es decir, cuando vino a parar aquí, era una ancianita: tenía nada más y nada menos que 73 años. Antes había vegetado muchísimo tiempo en un periódico chino, que veía la luz una vez al mes. Con las huestes “invasoras” tuvo que guapear todos los días, a pesar de los lógicos achaques.

    Incluso, la prepararon para que tuviera otro color más, es decir, para que imprimiera en rojo y en negro. La innovación costó cara y duró bien poco: solo 25 números. No había forma de que encajaran los colores ni otros recursos propios de la tipografía. Se las estaba cobrando…

    ¡Óigame, y cuando decía a partir el papel, entonces había que embadurnarse de tinta negra hasta el pelo! Y esa gracia la hacía varias veces en una sola noche (aunque casi siempre la jornada se extendía hasta bien entrado el día siguiente). Todavía se recuerdan muchas fotos borrosas y bastantes páginas casi ilegibles.

    Una vez se sacó la cuenta con el fin de averiguar cuántos maquinistas habían estado por allí. El numerito pasaba de 25 y seguía creciendo. Anécdotas también hay muchas:

    El primer número costó ansias. En la página Uno había un cliché que no imprimía bien. Se calzó y recalzó, y nada. Entonces, la solución fue la siguiente: sentar a un compañero al extremo de la platina —superficie donde se colocaban las planas—, armado con un cepillo que, mojado en un diluente, servía para limpiar a cada instante la tinta que se le acumulaba encima al grabadito.

    O la del maquinista, muy joven, por cierto, que por poco hay que ingresar en el siquiátrico. Este muchachón, cansado de las “travesuras” de la rotoplana, se metió un día en el foso —hueco situado debajo de la máquina, para realizar ajustes—, y comenzó a pintar refranes y consignas mientras se iba tragando las lágrimas producidas por la impotencia.

    Nuestro vino es agrio, pero es el nuestro. Y así, durante varios años, hubo que vérselas con aquella maquinita que hizo desvelar a más de uno. Pero salíamos todos los días.

    * Publicada en Invasor, el sábado, 30 de abril de 1994.