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    José Aurelio Paz en todas las esquinas de la vida

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    José Aurelio Paz en todas las esquinas de la vida

     

    Desde que Antonio Moltó dijo aquella frase, lo de “viejitos gloriosos” se quedó como un código de cariño entre José Aurelio Paz y yo, al punto de que no había llamada, mensaje por Facebook, tertulia o SMS que no empezara o terminara con ella. La asumimos con toda la jocosidad que le cabía, sabiendo que en él se consumaba toda la gloria y que los años habían blanqueado su cabeza, pero no su memoria ni su corazón.

     

    Nos reclamábamos atenciones y encuentros, suspendidos por la maldita COVID-19, que terminó dejando en el aire un último mensaje con respuesta. Me decía “Sosy, estoy en el reservado del Cubita, si por fin llegas pide permiso en la puerta” y yo, atribulada “en la cola del detergente líquido, creo que no llego, discúlpame, mi amor, esto es de vida o muerte, loviu”. A lo que él contestaría: “jaaaaa, totalmente justificada”.

    No nos tomamos el café ni volvimos a preparar espaguetis ni nos sentamos en su terraza llena de recuerdos, cuidándose él y a nosotros, y, ahora que trato de entender —¿asimilar?—, aceptar su muerte, además del dolor terrible que me ha quedado a la izquierda del pecho, siento que tengo una deuda de afectos que debo saldar, a como dé lugar.

    Porque José Aurelio Paz creía en la vida después de la muerte y de su mano entré yo a la Iglesia Bautista Enmanuel un día a conocer, no exactamente a profesar, aunque una siempre siente cosas y unas veces las racionaliza y otras sólo las siente. Él mismo se reconocía como cristiano y no religioso, pues los dogmas los iba rompiendo a su paso, con su pluma en ristre, sin dobleces, sin condescendencias.

    Así le dijo a Katia Siberia una mañana, también de café y memorias, cuando ella se atrevió a entrevistarlo y cronicar ese encuentro, a él, rey de las entrevistas y las crónicas, conversador nato, impaciente escribidor, orfebre de las palabras, crítico sincero, padre amantísimo de un hijo que no tiene su sangre, promotor cultural, músico, poeta y loco feliz. Le habían otorgado, ¡por fin!, el Premio Nacional de Periodismo José Martí, y no se me olvida que, al regreso del homenaje de rigor, le dije que, oficialmente, era un “toro sagrado”.

    Volvimos a reír, porque reía mucho y saboreaba las felicidades de la vida como mismo los almuerzos de su querido Hotel Sevilla. Aun cuando la comida fuera buena, yo sé que iba en busca de sus amigos, del buen trato que allí no decae, ni siquiera entre cuarteadas paredes. Me dejó un encargo y lo pienso cumplir.

    También sufría los dolores de la vida. Hablamos tanto de esas cosas… Incluso una tarde anodina, en medio de una (otra) asamblea a la que él podría haber decidido no ir —porque cuando uno es viejito glorioso tiene ciertas licencias—, de pronto lo miré a mi lado y le dije “¿qué haces aquí?”. Su expresión no necesitó explicaciones. Nos quedamos los dos.

    Esta historia de amor mía y suya empezó como todas: mirándonos en la distancia. Yo veía en él lo que todos vieron, un paradigma, la meta, emular su talento. Él no sé lo que vio, pero me fue dejando entrar, de a poco, a ese espacio personal que hay detrás de todo gran profesional. De los consejos estrictamente periodísticos pasamos, sin darme cuenta, a las anécdotas de su infancia, de su trabajo y hasta de sus muchos viajes, en los que vivió experiencias que si no hubieran sido contadas por él serían increíbles.

    José Aurelio tiene colección de hechos fortuitos y verídicos en casi todas las esquinas del mundo. Desde despistes descomunales, las Olimpiadas de Moscú 80, a las que llegó por ganar un concurso literario, hasta historias medio tenebrosas; de entrevistas memorables a las más grandes divas de este país, o la crónica de una reunión a la que lo habían enviado de cobertura, a él, que no sabía escribir notas informativas.

    En 2018, cuando la noticia del premio y la entrevista, dijo que confesaría algo nunca antes dicho. Nos quedamos a la espera de su “mala memoria”, que lo hacía olvidar “cosas”, para luego describir con detalles la ropa que llevaba puesta uno de sus tantos entrevistados, aunque sus ojos daltónicos confundieran los colores. Me atrevo a adivinar que su confesión era una declaración de amor y quiero creer, egoístamente, que era para nosotros.

    ¿Tenía miedo de la COVID-19? Sí. Como todos, o más. Se ponía la mano en el corazón para saludar y apenas salía de casa. Siempre dijimos, cuando todo esto pase hay que abrir una, dos, las botellas de vino que hagan falta. De todos los dolores que llegan en estampida con su muerte, acaso el de haber estado solo en su último aliento es el que más hinca las entrañas. Maldita enfermedad que no nos permites despedidas.

    Muchos le decían Paz con nadie, porque rehuía del eufemismo y la lisonja y no tenía miedo de decir lo que pensaba, pero JOPA siempre estuvo en paz consigo mismo. Ahora necesitamos esa paz para aceptar que nos faltará en esta esquina de la vida.

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