La primera maestra

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La primera maestra

 

No voy a ser justa en estas líneas, porque una sabe tras la graduación, el trabajo y la vida adulta que en cada uno de esos pasos le venían impulsando no solo mamá y papá, sino todos sus maestros.

Pero yo llevo días pensando en ella, y como no encuentro mejor manera de felicitar a todos los míos y los ajenos, de agradecer el empeño de meses, años, horas de estudio, sonrisas frente a la pizarra aunque en casa se les esté cayendo el mundo, prefiero rescatar esa melancolía que me provoca mi maestra de preescolar. Espero que los buenos, los amorosos, se sientan aludidos, de lo contrario, quedaré debiendo muchas crónicas.

Le llamábamos Blanquita, y sólo me quedan de ella dos objetos materiales. El primero es una foto donde sostengo un diploma frente a la pizarra y ella sonríe al lado mío.

El resto lo he perdido. El cojín que usábamos para sentarnos a ver televisión. La tijera marcada con mis iniciales. El delantal para trabajar con plastilina, hasta el recuerdo de cómo hacer una grulla de papel.

Pero sí guardo lo importante. Lo bien que dibujaba. Aquel algoritmo de rasgado donde los dedos se daban besitos. El 13 de febrero en que nos habló del amor y los amigos.

Porque, eso sí, Blanquita nos enseñaba con una ternura pasmosa lo que todavía hoy a muchos escandaliza. Nunca tuvo pena de llamar los genitales por su nombre, y ni una risita nos provocaba. Nos llevaba ella misma en el recreo a jugar con todo aquello que las maestras habían inventado con cajas, tapas y pomos de champú: lavadoras, teléfonos, carros, peluquerías, barberías, cocinas, cunas. Y las niñas iban a la barbería, y los niños podían ser peluqueros. Y nosotras manejar y ellos cargar muñecas lloronas.

Un día puso una mesa en el jardín para hacernos una prueba. Salíamos, nerviosos, creyendo que tendríamos que leer palabras simples y trazar el salto de la rana. Y sí. Pero entonces también nos preguntó si teníamos amigos y por qué los queríamos. Qué nos gustaba hacer en el aula. Cuál era nuestro color preferido.

Esa prueba final fue la que nos graduó de preescolar. Un mes después estábamos todos posando para la foto entre ella y la tía Margarita. Ella feliz.

En la caja donde está la foto también guardo ese segundo objeto, que es de años después. De cuando ella fue a la graduación de sexto grado y quiso escribirnos la blusa como el resto de los niños. “Aquí, en el corazón”, me dijo. Y hasta que llegué a la casa no pude leer: “Blanquita, tu primera maestra”, en tinta azul. Como si hiciera falta eso para que yo la recordara.