El llanto de Yadián

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El llanto e Yadián

 

Le vi llorar al salir del montículo, tras el jonrón del camarero avileño, y entonces aplaudí para dos protagonistas. Lo hice no solo por Raulito y sus tres carreras impulsadas, que situaban a su equipo muy próximo al éxito, aplaudí también por Yadián Martínez, quien me recordó un pasaje de mi infancia y mi incipiente amor por el béisbol.

Fue en un año que no preciso, en la década de los 60. Jugaban en el estadio José Ramón Cepero, aún sin graderío, los equipos de Ciego de Ávila y Arroceros (representante del municipio de Florida). Discutían el derecho de representar a la provincia de Camagüey en el torneo de la zona oriental, antesala de la Serie Nacional.

Los de casa llegaron a esa fecha con desventaja de un juego de sus rivales. Tenían que ganar el primer partido de la mañana para ir a discutir el juego decisivo, en el que sería home club, paradójicamente, el visitador.

Salieron airosos en el duelo inicial los entonces dirigidos por Orlando Marín, un mentor que hizo historia con los conjuntos de aquí y también por su protagonismo en la construcción del estadio. Era necesario ir “al bueno”.

Había público a lo largo de toda la cerca que rodeaba la instalación, pero también los camiones, paqueados por la zona del jardín derecho, hacían las veces de gradas. Un bello espectáculo.

No voy a interiorizar en el juego, pues, aunque lo presencié, mi memoria ahora mismo no alcanza a nombrar a los lanzadores de ambos equipos, ni tan siquiera el marcador final del choque.

Lo que sí me aparece muy fresco, como si hubiera sucedido ayer, es aquel batazo del floridano Abilio Amargo, en el final del noveno, que por mucho que corrió el jardinero central Félix Herrera, no pudo darle alcance y desde primera anotó la que dejó al campo al equipo de casa.

Por curiosidad, junto a otros fiñes de mi barrio, fui al dogaut de tercera, para ver que reflejaba la cara de los derrotados. Allí estaban, entre otros, Miguel Cuevas, Oscar Ortega, Roberto Martínez, el propio Herrera y otros que por esos tiempos constituían mis ídolos beisboleros.

Y lo que vi me enseñó la grandeza del deporte. No pocos de aquellos hombres lloraban. Discutían si se debió hacer esto o lo otro, pero no alcanzaban a ofrecer con claridad sus argumentos porque sus voces se apagaban en el llanto.

Por suerte no crecí con aquel erróneo eslogan de que “los hombres no lloran”, pero aquella imagen me enseñó no solo que los fracasos hay que saber sufrirlos, sino también que los éxitos deben festejarse, para, una vez que lleguen los reveses, no deberle tanto a la alegría.

Veo a Yadián Martínez llorar y me es fácil comprender lo que días atrás me era algo ajeno y hasta fastidioso: ¿por qué este lanzador se da golpes en el pecho y hace gestos a los suyos en las gradas cuando sale victorioso en una entrada.? Ahora sé que el muchacho de Mayabeque sabe celebrar sus victorias y sufre, con dotes de campeón, sus traspiés.

No he compartido sus victorias, pero créanme: este lunes estuve con él en su derrota.