La cultura no cabe en el armario

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Usted pudiera preguntarse, cuando vea por dónde voy con este texto, qué tendrá que ver Perucho Figueredo con la corriente o con la comida. ¿Qué tendrá que ver con los celulares? ¿En qué nos parecemos a esa gente que cantó La Bayamesa desde la primera ciudad libre de Cuba hace 150 años?

La cultura no cabe en el armario

Dicen los cientistas sociales que la cultura es más o menos lo que se queda ahí, incluso, cuando una generación entera muere. Si fuéramos a "guardar" la cultura cubana en un armario, y preguntamos a la gente, primero pondríamos lo obvio, lo que no queremos que se rompa: el Himno de Bayamo, un relevè de Alicia Alonso, La Jungla de Wilfredo Lam, un casete de Fresa y Chocolate, un ejemplar amarillito de Cecilia Valdés, una partitura de Lecuona, una receta de Nitza Villapol... Ojalá sean para siempre.

Sería la colección más bonita del mundo y abriríamos las gavetas para endulzarnos el oído y probar un flan de calabaza, colgar cuadros, leer un par de páginas y ser mejores. Como el escaparate de las abuelas sería; que guarda lo más valioso de todas las casas, desde el pasador de oro que les adornó el vestido, hasta el mercurocromo contraindicado que nos seguimos echando en las heridas malas.

Ya después de esa lista, no sabríamos muy bien qué guardar, porque una no puede colgar en percheros lo que usa todo el tiempo.

Si le preguntas a un abuelo te dirá que cultura sí eran los boleros de su tiempo y no esto de ahora. Si le preguntas a una profesora universitaria responderá que un poema de Dulce María Loynaz. Si chateas con un muchacho de 15 (hay que actualizar los métodos), recitará algo aprendido en las clases de historia o español. Y si preguntas en el barrio en medio de un apagón te tomarán por loca.

Ya luego te sientas en la casa a “tabular” los resultados con la tarea hecha. ¿Qué tiene en común toda esa gente? Que aprendieron a decir "post" y "split" y "brother", pero siguen diciendo "aplatanao" y "sirimba". Que el arroz con frijoles son las dos primeras partes del menú, y el spaghetti es solo “para variar”. Que después de maldecir (muy a lo cubano) cuando se va la luz, se sentarán en la sala a ser expertos en termoeléctricas o en economía.

Que el Barcelona, pero la pelota. Que Netflix y el paquete, pero la hora de la novela. Que caipirinha, pero canchánchara. Que Facebook, pero hablar con los vecinos por la tapia. Que en Europa, pero comiendo plátano frito. Que fogón de inducción, pero las mismas recetas de siempre. Que diferencias de pensamiento, pero Martí y la bandera.

Así volvimos al inicio: no me imagino a Perucho Figueredo viendo la novela, pero sí haciendo tertulia o comiendo frijoles negros. Y empezaríamos todo como en aquel octubre que hoy celebramos, si nos tocara estar ahí.

Porque si Alicia, Titón, Lecuona y Loynaz son tan valiosos como el pasador de oro de la abuela; los frijoles, los dichos, y el "ajiaco" que es la espiritualidad de este país son, ahora mismo, un antibiótico para el alma.