Mal bailador de casino es Campeón Mundial

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Andy Granda Campeón Mundial de judo Los días se repiten cada 24 horas, pero ninguno es igual a otro. El miércoles, 12 de octubre de 2022, lejos de su patria, Andy Granda salió al tatami con la misma parsimonia de siempre y con la seguridad de que estaba en condiciones de hacer un «papelazo» (entiéndase lograr algo muy grande, una actuación de excelencia, relevante, sin precedentes).

No lo soñó la noche antes porque, según afirma, durmió sin preocupaciones y la única premonición que tenía era que estaba en condiciones de ser campeón mundial de judo. Repasó en la mente algunos combates anteriores y dedicó el último pensamiento a Cuba, a su patria chica de Jovellanos, en Matanzas, y a su familia con abundancia de judocas.

No solo por lo que ahora rememora Andy. La magia de You Tube permitió que me diera cuenta de que era el día de este humilde de unos 115 kilogramos de peso y casi dos metros de estatura, gigante también del respeto y la caballerosidad. Era su día y lo aprovechó.

Ya en el World Championships Open 2017, en Marruecos, Granda había plantado el corazón y a poco más de un minuto del final del combate, perdió frente al gigantón francés Teddy Riner— apodado como «Teddy Bear»—, el mejor judoca del mundo, con tres primeros lugares olímpicos y 10 campeonatos del orbe en su haber, más una larga cadena de 154 victorias consecutivas que se extendió por 10 años, antes de ceder ante el japonés Kokoro Kageuraen, en octavos del Grand Slam de París, en 2020.

«De las derrotas uno solo saca enseñanzas», se limitó a decir cuando hace unos días le pregunté por el memorable combate.

En Taskent, Uzbekistán, en el camino hacia el olimpo, inició con un difícil el debut frente al húngaro Richard Sipocz, a quien venció por waza-ri en regla de oro; después waza-ri al austriaco Daniel Allerstorfer en el primer minuto e ippon al 3:18. En cuartos de final se impuso por ippon en 20 segundos al georgiano Guram Tushishvili, segundo del ranking universal y campeón del mundo en Bakú 2018.

El neerlandés Roy Meyer se plantó fuerte y logró sacarle dos shidos (amonestación) por pasividad al cubano, quien al borde del hansoku-make (descalificación) se redimió y logró sacar el extra y vencerle por dos waza-ri (waza-ari-awasete-ippon).

Fue así como llegó a la discusión de la medalla de oro frente al japonés Tatsuro Saito, hijo de la leyenda Hitoshi Saito, doble campeón olímpico en los Ángeles 1984 y en Seúl 1988.

Aquel miércoles memorable, Granda subió al tatami con la pasión que domina a los elegidos que practican el deporte que inventó Jigoro Cano: el arte sutil de aprovechar la fuerza del contrario para vencer.

Frente a él, con mirada rasgada y fría, Saito hijo, un monolito de 160 kilogramos de pesos, que se traducen en casi 355 libras; frente a Saito, un guajiro cubano de poco más de 100 kilogramos, también hijo de padre judoca, aunque no de la alcurnia del japonés.

«Él es japonés. Yo soy cubano, pero los principios del judo son los mismos. Así que a batirse», comentó en nuestro encuentro. Y recordó:

«El entrenador y yo trazamos la estrategia que consideramos la más adecuada; no quedarme parado delante del rival y todo salió. Ya tenía asegurado el subcampeonato del mundo, pero a esa hora uno no se conforma. Fueron 6:24 minutos de lucha constante, porque ser el mejor del mundo en cualquier deporte no cae del cielo. Y allí, en Tashkent, puse el corazón, con la ayuda de los míos.

«Creo que también me ayudó el físico. No olvides que un grupo de nosotros hemos venido preparándonos bien, con base de entrenamiento en Francia. En lo particular obtuve quinto lugar en el Grand Slam de Tel Avid, Israel; bronce en el de Turquía y bronce en el Abierto de Austria, además del oro en el Campeonato Panamericano y el subcampeonato panamericano por Equipos. Aquí llegué en excelente forma y las cosas salieron bien.

«Ambos llegamos a la regla de oro con un shido. Y yo me sentía fuerte, con buen aire y no le di respiro. Creo que si analizaste el combate te habrás dado cuenta de que Saito se cansó un poco. Lo amonestaron dos veces más y con ellas se le escapó el combate».

—¿Difícil resultó dominar a un judoca tan corpulento, fuerte y con un excelente dominio de la técnica? Aplicaste un Kumi kata (forma de agarrar o controlar el Judogi del adversario) con mucha inteligencia y fortaleza.

—Eso lo obligó a tener que trabajar al máximo de sus posibilidades; yo estaba al máximo de las mías. Sabía lo que estaba en juego y en los minutos finales arrecié las entradas, por un lado y por el otro; como decimos los cubanos: no lo dejé respirar y ahí salió el resultado.

—¿Ya eres campeón mundial, pero falta la gloria del olimpo?

—Pienso en la olimpiada de Paris 2024. Será más fuerte que el mundial. Anhelo esa medalla, aunque además de los que enfrenté en Taskent, estará la leyenda de Tedy Riner, en su propio país. Estudiaré los combates. Veremos qué pasa. Quiero ser campeón olímpico.

Y aunque el judo es como un baile, una danza peligrosa en la que hay que ceder para vencer, es difícil encontrar en ese deporte a un bailador como Andy Granda, pésimo en todas sus salidas al tinglado, «más si tengo que bailar casino, dar las vueltas y cuidar los brazos de mi pareja», afirma.

Yo, entre los fieles devotos del judo, me inclino ante este mal bailador, que, en Tashkent, recibió el veredicto, hizo el gesto humilde de cerrar el puño a la altura del pecho, sin sonrisa y con un abrazo frugal a Tatsuro Saito, hijo de la leyenda, sin darse cuenta, quizá, de que él mismo había tejido la suya.