En cierto día del año 1965 en el que la lluvia amenaza con impedir el choque del Campeonato Provincial de Béisbol entre Ciego de Ávila y una selección camagüeyana. El último equipo coloca hombres en primera y tercera. Situación y nubes grisáceas para el tirador que realiza el wind up, choca la bola con el madero, rueda hasta tropezar con el guante del antesalista que lanza al plato. El corredor de tercera detiene su paso e intenta regresar cuando el máscara lo atrapa. Out.
Seguidamente, el catcher brinca la almohadilla a 90 pies de su posición para capturar al de primera que le hace un esquivo y lo paga con un guantazo que lo tumba en el campo del torpedero. Out.
El bateador dobla hacia la intermedia, pero vira al ver que el receptor lo sigue con fuerzas aún. Hay cierta distancia de diferencia. Desde la inicial piden que pase la pelota. ¿Que pase qué? En fracciones de segundos prefiere el riesgo de hacer historia que buscar la forma más fácil. Agota la energía en acelerar sus piernas, lo alcanza. Out.
Oscar Ortega, El Yaqui, cuenta su epopeya de ensueño —eufemismo de un “triple play del carajo”— con la nitidez que merece una jugada así y el sinsabor de que no conozca (o exista) bibliografía que rescate lo que, según su experiencia, nunca ha hecho otro receptor en el mundo.
Tal protagonista es incapaz de repasar la anécdota sin volver a otra extraordinaria. Novena Serie Nacional de Béisbol. Encuentro contra Industriales. Desde primera sale al robo Tony González, el tiro a segunda lo pone out. Eulogio Osorio también lo intenta sin suerte.
La dificultad crece. En la primera almohadilla adelanta Antonio Jiménez, Ñico, —el mejor “estafador” de todos los tiempos en Cuba, a criterio de Oscar—. Desde home lo vigilan. El pitcher se prepara, ejecuta. Al unísono Jiménez corre hacia segunda con la seguridad de que llegaría quieto. El Yaqui toma la pelota, se erige y dispara a segunda. Out.
Ñico fue por la revancha. No tuvo éxito. Le era imposible dejar las cosas así a quien casi siempre conseguía tal propósito. Volvió. Fracasó. Ni una ni dos, tres veces probó fuerza con El Yaqui y tres veces no pudo.
Las épicas en un terreno de béisbol no fueron ni una ínfima parte de lo rudo de su vida. Nació en 1940, “vivía con mi tía Flora y Tita, la mejor mujer que he conocido”, sin papá ni mamá, que estaba involucrada en el proceso revolucionario. Con ocho años ya desandaba de madrugada desde las entrañas del entonces reparto Maidique hasta la intersección de Marcial Gómez y Serafín Sánchez, en el centro de la ciudad cabecera avileña. Eran kilómetros diarios de ida y vuelta. Fregaba platos, cubiertos, vasos en el quiosco de su padrino. No era un hombre, trabajaba como si lo fuera.
No jugaba con bate y mascota, sino a la mano con pelotica de goma. “Fui un niño pobre, no me pude interesar por el béisbol en mi niñez. El estadio de Los Maristas era particular, para los muchachos de la escuela”, dice con halo de resignación.
Si en los estudios era “un out por regla”, en la quimbumbia, una estrella. Tanto así que, de haber sido un deporte oficial, hoy hablaría de citas bajo los cinco aros; al menos de eso alardea.
A los 13 o 14 años era “pelotero de plazoleta” y como el béisbol sí es una disciplina organizada, alcanzó escalar, aunque sin asistir a ninguna olimpíada, porque no dejó de ser un “pelotero de plazoleta”, tres palabras que repite cual mantra.
Fue el director avileño Orlando Marín quien visionó que él debía “dejar de jugar con muchachos y pasar a las filas de los grandes”. En el debut en el torneo provincial lució poco, “pues el otro catcher tenía más experiencia, por supuesto”.
Una tarde de 1960, en un partido entre Venezuela y Ciego de Ávila, rompió la liga. “Capturé a todo el que salió al robo”. Para el Campeonato Provincial del siguiente año fue el inamovible de su posición.
Y no quedó allí; tiempo después integró la preselección de Granjeros, agarró sus bultos, tomó pasaje destino a Camagüey. Cuando entró al campo de entrenamiento, la voz interna le susurró una pregunta: “¿Qué haces aquí entre morenos enormes?”. En el comedor había un cartel con los nombres de los que seguían y los que regresarían a casa. Siempre formó parte de los que seguían.
Contrincantes le sobraron. Antes, como novato en la III Serie Nacional de Béisbol (1963-1964), con Orientales, fue incapaz de sustituir a Ramón Hechevarría, “un león detrás de home”, frase en que la humildad lo rebasa.
Una temporada después la mala suerte lo superó, o, mejor dicho, un batazo que recibió en la cabeza. Los ocho puntos que señala le anularon la posibilidad de visitar México con traje de beisbolista. “Usábamos una protección elemental. Yo empecé sin rodillera ni peto. Ahora los receptores parecen cosmonautas”.
En ese volver al ayer y confrontarlo con el hoy dispara un jonrón en forma de comentario: “Los peloteros de antes eran muy distintos. Preparábamos un grupito, alquilábamos una camioneta todos los fines de semana e íbamos a jugar para cualquier potrero en Algodones o Sancti Spíritus. Así llegamos varios a la élite. Ahora todos son de escuela. Es más bonito, más elegante, pero más fácil. Cualquiera da dos batazos y ya hace equipo”.
Hasta extrainning se extiende el duelo entre pasado y presente después de una declaración: “El béisbol es la vida mía, la pelota es lo más grande, lo más lindo del mundo; no obstante, ha decaído mucho. A mi entender es porque, aunque hay buenos prospectos, algunos están pensando en una firma y los miles de pesos. Yo ganaba por un centro de trabajo 118.00 pesos al mes. Nada de dinero para mantener a mis tres hijos. No almorzaba ni comía por la pelota”.
Fuera de los terrenos El Yaqui también las atrapaba con tremenda maestría. Fue de los fundadores de la Fábrica de Cepillos Juan Antonio Márquez —actualmente Cepil—, el último en retirarse después de 58 años de labor. La pícara sonrisa delata el ferviente deseo de relatar una historia de esas que los abuelos cuentan a los nietos.
“El 13 de febrero de 1963 llegó el Che Guevara como a la 1:00 o las 2:00 de la tarde y había una reunión de directivos. Yo estaba en mi almacén, era obrero”, aclara para librar responsabilidades. “El Che preguntó: ‘¿Cómo una reunión en horario de trabajo? Aquí se respira un aire de holgazanería tremendo’. Hubo que cambiarla para después de las 4:30 de la tarde —echa unas carcajadas—. Reunió a un grupo y declaró que la joya ya estaba puesta en marcha, por eso se reconoce como el día de la inauguración”.
Habla en voz baja, parece no querer que lo escuchen. En el apartamento del Edificio 12 del Micro A, en Vista Hermosa, deben estar aburridos de escuchar sus vivencias. El grabador lo emociona poco a poco. Lo que dice, a sus 82 años, saldrá de cuatro paredes.
Y continúa con lo de nunca acabar. “Soy fundador del Ministerio del Interior, del béisbol revolucionario, de las Milicias Nacionales Revolucionarias, y del estadio José Ramón Cepero”. El propio mánager Orlando Marín convocó a toda la escuadra, mas asistieron solo Miguel Cuevas y Oscar Ortega, manos suficientes para marcar con estaquitas las dimensiones de un diamante. “Lo inauguré a los años, con mi equipo Granjeros, en un juego que Lázaro Santana le ganó a Industriales”.
Ni la entrada del pelotero “asesino” de los Mineros con un pie a la altura de la cara, que envió al Yaqui al hospital a que le suturaran una herida de cinco puntos, sacó al avileño de home. Fue en 1971 cuando no le quedó de otra que el retiro. Tantísimo tiempo después habla con la sangre hirviendo por no volver a colgarse los arreos con apenas 31 abriles. “Tuve que operarme de una hernia inguinal izquierda. Al terminar el campeonato había que ir para la agricultura. Me mandaron para el central Venezuela 45 días. Me empezó a doler. Fui donde el médico, me operó y más nunca me dio guerra; pero en el entrenamiento me dolía nuevamente”.
De todas formas, no hubo manera de desprender al Yaqui. El béisbol es una extensión suya. “Dirigí desde 1972 hasta 1976 el equipo municipal de Ciego de Ávila y gané cuatro veces consecutivas el torneo. Triunfé ante el monstruo Camagüey”. Decisiones de otros le impidieron que ascendiera en su cargo. De cara al teléfono que guarda toda la información, exige: “Para eso ahí”.
Y vuelve luego de la pausa, cual presentador de televisión, con la definición enciclopédica de quién fue El Yaqui Ortega de la gorra a los spikes: “Era autodidacta, tenía libritos. Me hice pelotero leyendo. Era malísimo al bate; sin embargo, buen recibidor, tirador, lideraba a los pitchers. Sacaba out a cualquier corredor. Los cogía adelantando en la inicial… Jugaba primero y después en el sexto, séptimo inning, me sacaban por un emergente si el juego estaba cerrado o perdiendo. Estaba entre receptores de seis pies y pico. Me pongo a pensar, a veces, cómo es que yo era regular con aquellos prospectos de Grandes Ligas, pero yo era un perro allá atrás”.