Teléfonos y tabletas en el aula, ¿sí o no?

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Aun cuando los reglamentos escolares lo prohíban, hoy los estudiantes en Ciego de Ávila llevan este tipo de dispositivos al aula. Esa parece una batalla perdida. ¿No sería mejor aprovecharlos en función del aprendizaje?

En pleno Período Especial, haciendo coincidir las clases con la disponibilidad de electricidad, vi la primera computadora de mi vida. No lo parecía, vamos a ser claros, pero la profesora decía que sí. Era un televisor Caribe, muy similar al de mi casa, con un teclado y una cajita (en la que, ahora entiendo, estaba “la computadora”). Con aquel híbrido aprendimos rudimentos de MS-DOS —sistema operativo primo hermano mayor de Windows—: básicamente, a mover el cursor en forma de jicotea hacia la izquierda o a la derecha. No mucho más.

Se suponía que en la secundaria nos familiarizaríamos con Visual Basic, pero para entonces no tuvimos un profesor constante y el nuevo lenguaje de programación y las nuevas computadoras pasaron por mi vida (¡ay, José Ángel Buesa!) y no me enteré. De manera que el verdadero encuentro cercano con una PC ocurrió en mi último año del preuniversitario, cuando todavía el libro de Bill Gates, Camino al futuro (con todo aquello de la autopista de la información, internet y la industria informática), era un boom.

Tal concatenación de sucesos me sitúan (quiero creer que sí) en el borde de lo que luego Mark Prensky denominó nativos digitales, primera generación nacida al “calor” de las nuevas tecnologías (digamos computadoras, videojuegos, cámaras de video, celulares), lo cual define una forma particular de ver y entender el mundo. Si a mis 36 puedo considerarme nativa o inmigrante digital ya no es el punto; lo que sí no se puede desconocer es que mi hijo, por ejemplo, no concibe su experiencia de vida sin dispositivos tecnológicos.

Ni el suyo ni el del vecino, para qué nos vamos a engañar. Los niños de ahora “nacen sabiendo” que el pulgar y el índice se deslizan con facilidad sobre una pantalla táctil y, todavía sin leer, realizan operaciones complejas como buscar la carpeta donde están los juegos o los muñes. Montón de padres de hoy piden a sus fiñes ayuda para copiar una aplicación o guardar un contacto con absoluta naturalidad. Por eso cada vez que en la escuela de mi hijo prohíben el uso de tabletas o teléfonos tengo sentimientos encontrados.

Por una parte entiendo que no todos los niños pueden acceder a estos equipos y en consecuencia se esgrime el argumento de la diferenciación (el cual sería indiscutible si no supiéramos que las diferencias existen y no se eliminan por decreto); además, está el hecho de que son equipos de valor y la escuela no puede hacerse responsable de su seguridad; o que el empleo indiscriminado genera adicciones, trastornos de la conducta, etc.

Pero por otra creo que se pierde una excelente oportunidad para poner en clave pedagógica los usos de estos dispositivos, fomentar el compañerismo, el trabajo en equipo, la creatividad, máxime si tenemos en cuenta que, en no pocas ocasiones, nuestros centros docentes carecen de computadoras, están rotas o son obsoletas.

Una conclusión similar se puede leer en el artículo Criterios de docentes y estudiantes sobre el uso de dispositivos móviles en el aprendizaje, publicado por la revista Educación y Sociedad,de la Universidad Máximo Gómez Báez de Ciego de Ávila. Las autoras aplicaron encuestas a profesores y estudiantes universitarios y determinaron que, en la actualidad, tabletas y teléfonos, fundamentalmente, son utilizados más en “la conservación de la información que en la interactividad comunicativa en espacios y con propósito de aprendizaje”. Esto supone, asimismo, un desaprovechamiento y limitación de las potencialidades en el camino de la informatización.

• Lea sobre la experiencia de las aulas inteligentes en Ciego de Ávila

Es cierto que, mal empleados, los dispositivos tecnológicos pueden generar aislamiento social, disminución de las habilidades para compartir en familia o entre amigos, dificultad para concentrarse en los estudios y adicciones. Pero una investigación realizada en un preuniversitario de Morón, y publicada en la propia revista, demostró que, al menos allí, todavía no estamos en ese punto.

Lo que digo es que podríamos aprovechar las múltiples posibilidades de una Tablet o teléfono inteligente desde el diseño curricular no solo para hablar en el mismo “idioma” de los nativos digitales, sino correr los límites de la creatividad. ¿Acaso no sería más atractivo y eficiente desde el punto de vista pedagógico que, mediante un paseo virtual, por ejemplo, nuestros niños “visiten” un sitio histórico como La Demajagua, sin salir del aula?

Hoy esas experiencias (videojuegos educativos, paseos virtuales, multimedias y software) precisan que el estudiante esté en el laboratorio de computación y allí, como ya dijimos, no siempre tenemos las mejores condiciones. Si, además, no se intenciona su uso, aunque sea en esos espacios o en los Joven Club de Computación —a través de tareas independientes que precisen de su consulta—, no valdrá la pena el esfuerzo de invertir tiempo, inteligencia y recursos materiales en desarrollarlos.

En el portal web del Ministerio de Educación, en el apartado de Tecnología Educativa, hay una veintena de softwares cubanos destinados a diferentes enseñanzas y contenidos. Son aplicaciones, según entiendo, diseñadas para computadoras. A la pregunta obvia de si se utilizan como debe ser, añadiría estas otras: ¿Y si ese esfuerzo, y otros por venir, se redirige hacia los dispositivos móviles? ¿Y si la informatización —esa meta codiciada por cualquier sociedad moderna— empieza por donde debería, o sea, desde abajo?