Alpinista de almacenes

Mucho se aprende en una de estas grandes familias: la de los estibadores.

Si hoy tenemos en casa parte de la cuota normada por la canasta familiar es en buena medida por el esfuerzo de los estibadores.

Enrique Garrido López, de 65 años, estibador, siente que las piernas son las mismas y no lo son; siente que los «hidráulicos» –los brazos, en el lenguaje del estibador– son los mismos y no lo son. Con una mezcla de alegría, y de tristeza, que se le puede leer cuando uno lo mira fijamente, dice que él es el mismo, y no lo es.

Garrido, hombre fuerte, con músculos fibrosos y ágiles, abdomen esculpido por el oficio, y con dos «hidráulicos» que son capaces –todavía– de sostener el saco sobre la espalda, levantarlo por encima del hombro, de la cabeza, y soltarlo a la velocidad del rayo, para que ocupe su lugar.

En 30 años, quizá más, ha repetido tal reverencia, el mismo movimiento, cien, miles, millones de veces, en un oficio que todavía hoy no es valorado en toda la magnitud.

Aunque sin querer no lo recordemos, si hoy tengo en casa parte de la cuota normada por la canasta familiar: un poco de arroz, de frijoles, chícharos, el azúcar blanca; si mañana ¿tendré? el aceite, el… En todos esos productos está el esfuerzo de los estibadores, aunque por estos tiempos haya disminuido el tonelaje de las mercancías: «Antes movíamos en este almacén entre 2 000 y 2 500 toneladas, el pasado mes llegamos, si acaso, a unas 500», comenta el protagonista de esta historia.

En los almacenes 808 y 809 se extendió, desde hace mucho tiempo, la leyenda de los buenos estibadores; entre los expertos: Julio Martínez Mustelier, Lorenzo Vaillant  Machado, con 36 años ininterrumpidos de trabajo, porque los estibadores no se huyen, no abandonan el ruedo.

Entre los más jóvenes, Dionys Quintero Jiménez, Yosiel Crespo, Lázaro Orestes Vallejo Piñero, entre otros ganadores en la parte de logística de almacén, en el ii Coloquio de los jóvenes por la ruta del comercio, celebrado en esta provincia, el pasado mes de abril.

Ayer estaba Garrido en el almacén 809, unidad empresarial de base perteneciente a la Empresa Mayorista de Alimentos de Ciego de Ávila, en el cual él y un grupo de estibadores son columna vertebral y razón de ser: descargan los medios de transporte, acomodan la mercancía y vuelven a cargarlos para la distribución en las 491 bodegas de la provincia, además de algún que otro movimiento necesario dentro del propio establecimiento.

Poca corriente de aire; desde el techo baja un calor casi insoportable. Algo de oscuridad. Garrido, igual que el resto de la cuadrilla, sube la estiba como si lo hiciera por camino empedrado, en medio de un esfuerzo sobrehumano y pudiente. Pasos firmes, y el saco da una voltereta y cae.

(Cinco minutos de parada)

«Yo hago aquí lo que haga el más joven», comenta, mientras los visitantes preguntaban estupefactos de dónde Garrido saca tanta fuerza y resistencia.

«Pregúntele a cualquiera de los muchachos. Yo hago aquí lo que ellos sean capaces de hacer. Nada de darme el trabajo más fácil. El día que no esté a la par de ellos, que no pueda rendir como ellos, me voy. Tal vez hablar así sea una equivocación mía, pero decir lo que uno siente no es delito.

«Todavía daré mucha guerra. Si los “hidráulicos” me responden, hasta en silla de ruedas seguiré alzando sacos. Ya es una costumbre, y las costumbres son como hábitos, que uno se va enredando en ellos y no sabe cómo romperlos».

–¿Algún recuerdo que le revolotee en la memoria?

–Lo de levantar y acomodar sacos es fácil. Lo difícil es la guerra. Angola, Cabinda, Menongue, los combates en Cuito Cuanavale…

(Garrido ha consumido los cinco minutos de parada calculados y vuelve a la pelea con los sacos)

Lo normal es que por la espalda y los brazos de este Caupolicán negro pasen seis toneladas de mercancía cada ocho horas. Él llega a triplicarlas cuando es necesario, al igual que lo hacen los otros de la brigada, todos más jóvenes: Dionys, Yosiel, Lázaro Orestes…

Cuando la canasta (familiar normada) se torna huidiza y navega en barcos, saben que ese mes habrá que hacer un sobreesfuerzo para que llegue a la bodega, «lo más rápido posible», comentan algunos de los estibadores, quienes han llegado al almacén y presencian la guerra entre los hombres y los sacos llenos de mercancía.

La estiba es grande y Garrido, esta vez, disfruta de otros minutos de parada. «No porque esté cansado», aclara. Minuto a minuto se hace la historia.

«Trabajamos hasta los domingos. El pasado mes nos cogió el día 30, y tuvimos que despachar la mercancía y llevarla a las bodegas. Terminamos a las 12 de la noche. La gente no dijo nada, pero sabemos que nos agradecen el esfuerzo realizado.

«Si me detengo más de dos minutos, me enfrío. Y el oficio de estibador es caliente de verdad», afirma, mientras vuelve a la carga.

Enrique Garrido López no es el único protagonista. Otros esforzados veteranos tienen historias que contar.

Julio Martínez Mustelier, un mulato corto de palabras, de 65 años de edad y con unos «hidráulicos» en buenas condiciones, piensa pedir la jubilación y, a la vez, volver a contratarse, «para no perder la costumbre».

«La tecnología ha conseguido que haya grandes avances en esta profesión», comenta Lorenzo Vaillant Machado, con 36 años en el oficio; considerado otro de los monstruos sagrados de las estibas. Aclara que hay una parte de la labor que sigue siendo dura, porque requiere de mucho físico, por la forma de trabajar y las condiciones en las que se realiza, por la tensión del momento, más en Cuba, un país con un bloqueo que impide hasta la llegada en tiempo de las mercancías a cualquier puerto.

«Lo más difícil del oficio de estibador es parar los sacos; es decir, acomodarlos encima de la rastra para facilitarles el trabajo a los compañeros que los trasladan al almacén.

«Uno debe hacerlo solo o en compañía de otro. La ley del estibador dice que encima de la rastra no deben de permanecer más de dos personas; en ocasiones, una sola. Llegué a manipular 700 sacos en un rato –y enseña las manos, callosas y duras como adoquines–.

«Una vez llegué a parar la carga de ocho rastras, a razón de una por hora. Se dice fácil, pero fueron ¡5 600 sacos! Yo pesaba 250 libras y era un hombrón. Ahora parezco un hombrecito, disminuido, porque las fuerzas no me acompañan.

«La dirección de la UEB y mis compañeros me han tenido consideración, y hago trabajos menores, pero si llego a curarme, volveré a las alturas. A uno le resulta difícil abandonar un oficio en el que todos somos una gran familia.

«Entré a este trabajo a los 22 años. Estoy enfermo. Hago lo que puedo. Sé que voy a morir feliz, encima de una de esas estibas, con un saco como almohada», asegura Lorenzo, y su voz se quiebra y se aleja a pasos lentos, con la espalda encorvada.