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    Culpables de su inocencia

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    Culpables de su inocencia

     

    Hay imágenes punzantes que 150 años después todavía pueden contarse en presente porque no han dejado de doler. Hay detalles suspendidos en el tiempo a los que ningún testimonio podría hacerles justicia. Ocho jóvenes inocentes pagaron el precio de serlo con sus vidas. Así de ilógico.

    Aquel 27 de noviembre de 1871 era lunes y, luego de dos consejos de Guerra, el segundo más injusto que el primero, se les condenó a la pena de muerte. Por más que se repasen los hechos nada indica que fueran culpables.

    Profanaron la tumba del periodista español Gonzalo de Castellón, dijeron los voluntarios españoles; pero en realidad el grupo de primer año de Medicina solo se dispersó, jugando y corriendo, por el Cementerio de Espada mientras esperaban a su profesor de Anatomía.

    Alonso Álvarez de la Campa arrancó una flor del jardín del cementerio, y Anacleto Bermúdez, José de Marcos Medina, Ángel Laborde y Juan Pascual Rodríguez jugaron con el vehículo usado para transportar los cadáveres destinados a la clase de disección. Los tres nombres que completaron la lista se eligieron al azar. Fueron: Carlos de la Torre, Carlos Verdugo y Eladio González.

    Les vendaron los ojos, les ataron las manos a la espalda y los obligaron a ponerse de rodillas. A las 4:20 de la tarde, en la explanada de La Punta, frente al Castillo de los Tres Reyes del Morro, fueron baleados de dos en dos ante una muchedumbre iracunda e insana que cobró en ellos venganza, también, por una Cuba que se negaba a seguir siendo esclava y por un criollo que cada vez se sentía más hijo de esta tierra.

    El testimonio de Isidro Teodoro Zertucha, uno de los sobrevivientes, condenado a trabajos forzosos en las canteras, arroja luz sobre los últimos minutos: “fue el momento más terrible de mi vida. Jamás olvidaré aquella despedida. Cada uno fue desembarazándose de su reloj, de las prendas, del pañuelo y lo fue repartiendo entre los que allí estábamos. Hubo abrazos y lágrimas. En la galera había un silencio sepulcral. Nos mirábamos como aterrados. Ellos caminaron serenos y con la frente alta entre dos filas de voluntarios que los miraban con desdén”.

    Sus familiares no pudieron reclamar los cadáveres y las partidas de defunción no se registraron en ninguna iglesia parroquial hasta pasados dos meses. Ninguno llegaba a los 25 años y Alonso Álvarez de la Campa no solo fue el más joven en morir, sino que lo hizo por las mismas armas que su padre había costeado para ese batallón de voluntarios. Coincidencia terrible por partida doble.

    Ese día el odio y la muerte vencieron, y a los ocho estudiantes se les condenó, en cualquier caso, por su cubanía y patriotismo, como demostraría luego Fermín Valdés Domínguez en su libro 27 de noviembre de 1871.

    Sin saberlo, el colonialismo nos legó ocho mártires, no de los que sentimos inalcanzables encima de un pedestal, sino de los que sabemos cercanos. No podían imaginar entonces que tanta barbarie devolvería, al fin y al cabo, uno de los símbolos más fuertes del espíritu emancipador de la juventud cubana y del estudiantado universitario rebelde.

    Incluso, ahora, todavía hay un nexo indisoluble entre ellos y lo que debiera ser desde el estudiante, que va a un barrio a pesquisar o a un central azucarero a trabajar, hasta el más común de los cubanos que, también, busca inspiración en su ejemplo. No es posible el olvido porque la sangre de los buenos no se derrama en vano.

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