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    En los rincones de la vida

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    En los rincones de la vida

     

    En el tercer piso de un edificio con tejas vive el amor.

    Empieza a alimentarse con un café dulce que comparten Rosita y Nelson bien temprano, porque a su edad no se duermen las mañanas.

    Nelson es músico, compositor, amante de la poesía, del bolero, de la filosofía y de su esposa. El patriarca de una familia que si es feliz no es por la música que le corre por las venas, sino porque son gente buena, armoniosa.

    Rosita no es artista. Pero se sienta frente a ellos para verlos tocar y hay que suponer que su oído ya se ha hecho sabio. Que la melodía le sabe a los años de estudio y ella de escuela en escuela, de teatro en teatro.

    La matriarca recuerda cada presentación importante, todas las fechas y los segundos antes de tomar una foto. Hay que verla con la vista perdida en Nelson, el oído atento y la mano derecha sobre la pierna, el dedo índice tomando el compás.

    Si eso no es amor, nada lo es.

    En los rincones de la vida

    ***

    En una casita apretada, suspendida en la punta de una escalera de excesiva pendiente, vive el amor.

    Un papá de nombre Omar, piensa siempre en dos nenés con hoyuelos en los cachetes, que le nacieron del vientre de una amiga.

    Ella tenía novia y él tenía novio, pero una consulta de Reproducción Asistida y un equipo médico repleto de bondad les lograron el milagro. ¡Dos niños! “Él igualito a mí y ella igualita a la madre”.

    Esa misma casita albergó llantos, primeros pasos, travesuras y un cordel lleno de paños. De esa casita salía papá a hacer teatro, radio, doblar cucuruchos de maní, animar cumpleaños, dar clases de arte y limpiar en las noches una pizzería particular. Luego regresaba a dar biberones, cambiar culeros y jugar a los payasos.

    Si eso no es amor, nada lo es.

    En los rincones de la vida

    ***

    En Cabo Haitiano, durante la primavera de 1895, vivía el amor.

    Martí preparaba una guerra y aún así tenía alma para escribir las cartas más bellas, y sentir los afectos más sublimes.

    “Y cómo me doblo yo, y me encojo bien, y voy dentro de esta carta, a darte un abrazo? ¿Y cómo te digo esta manera de pensarte, de todos los momentos, muy fina y penosa, que me despierta y que me acuesta, y cada vez te ve con más ternura y luz?”

    Vale la pena pensar en una María de 15 años, conmovida por una ternura tan paternal. Vale la pena pensar en un hombre con afectos y esperanzas, tan cerca de morir.

    “Yo voy sembrándote, por donde quiera que voy, para que te sea amiga la vida. Tú, cada vez que veas la noche oscura, o el sol nublado, piensa en mí”.

    Si eso no era amor, nada lo fue

    En los rincones de la vida

    En un aula con techo de zinc, ventanas al sur, de la escuela especial Eduardo Agramonte Piña, de Ciro Redondo, vive el amor.

    Caridad me enseña animada una jabita con relojes de cartón que le han dejado sobre el buró. Me enseña a sus alumnos con la misma emoción.

    “Mis niños—dice ella, y el pronombre tiene más de afectivo que de posesivo—siempre andan limpios y arreglados. Yo tengo una tijerita en el aula para cortarles las uñas y un pañito en el mueble del televisor para que ellos se limpien los zapatos cuando entran de la Educación Física”.

    La tierra colorada de los jardines no tiene cabida en la pulcritud de su aula. Son 11 niños a los que en todas partes les “pasan la mano” o los quieren ayudar, porque “no saben”.

    Pero ella está segura de que hay que dejarlos hacer cosas. Vestirse, cepillarse los dientes, dar los buenos días, pedir permiso, escribir con buena letra. Y más que nada está segura de que todos aprenden, sin gritos, sin prisas.

    Caridad ya dejó atrás la edad de jubilación y los homenajes. Pero no puede dejar el aula. Y un día de bajo riesgo epidemiológico viste a los niños internos, pide ropa a los padres para los externos y organiza una excursión en tren para conocer el Zoológico. Cuando regresa a casa, hace tiempo que pitó el central.

    Si eso no es amor, nada lo es.

    ***

    Este 14 de febrero bien pudiéramos ponernos un empeño. Que podamos mirar de frente el amor inadvertido. El que anda por los rincones de la vida. Y así podamos devolverlo.

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